Estas últimas semanas han sido duras, complicadas y estresantes. Pero, como les gusta decir a los políticos, por fin empezamos a ver la luz al final del túnel. Ahora que las medidas de confinamiento se están empezando a relajar, muchos se muestran escépticos ante la idea salir a la calle. Algunos expertos han convertido este estado en una patología conocida como el síndrome de la cabaña. ¿Pero existe realmente este problema psicológico?
El síndrome de la cabaña y el coronavirus
El coronavirus lo ha arrasado todo a su paso. Ha cambiado nuestras vidas, nuestras rutinas, nuestros trabajos y hasta nuestra forma de comunicarnos. Ahora incluso tendremos que salir a la calle durante un tiempo indefinido ataviados con mascarillas, como si nos hubiéramos escapado de una película de zombis. Hemos vivido tiempos muy complicados, y lo peor en términos económicos todavía está por llegar. Mientras el Gobierno ha aprobado el polémico ingreso mínimo vital, una profunda crisis económica está a la vuelta de la esquina.
Y aún quedan por determinar las posibles secuelas psicológicas que nos va a dejar toda esta situación. Meses encerrados en casa, pánico a infectarnos de un virus desconocido, distanciamiento social, seres queridos que se van para siempre sin ni siquiera podernos despedir... No hay palabras para definir nuestro estado mental durante estos días.
Hace más de un mes el Gobierno anunció a bombo y platillo un complicado plan de desescalada compuesto por cuatro fases que cambian todas las semanas. De esta forma, las medidas impuestas para frenar el avance del coronavirus en España se han ido relajando por provincias y zonas sanitarias. Sin embargo, mucha gente ha decidido no aprovechar estas ventajas y se niegan a salir a la calle. Los expertos (y los medios de comunicación) no han tardado en poner nombre a este estado psicológico: el síndrome de la cabaña.
¿Por qué nos da miedo salir a la calle?
A medida que se acerca la llamada nueva normalidad, cada vez tenemos más libertad para salir a la calle, realizar actividades en el exterior y pasear. Sin embargo, los españoles siempre nos hemos caracterizado por ser muy cortos de memoria.
Ya desde el comienzo de la pandemia y la declaración del estado de alarma ha habido muchos ciudadanos que se han saltado a la torera las normas. Pero desde que se inició el plan de la desescalada no ha sido raro encontrarse los parques llenos de personas haciendo lo que quieren, sin mascarillas y sin respetar la distancia de seguridad de dos metros. Basta con echar un vistazo rápido a las terrazas de nuestros bares para descubrirlas llenas de gente hasta altas horas de la madrugada. ¿Quién dijo aforo limitado?
Por eso no es de extrañar que muchos estén sintiendo miedo o ansiedad ante la idea de salir de casa. La incertidumbre y el temor a contagiarnos de COVID-19 siguen ahí, y muchos siguen enarbolando la bandera del hashtag #YoMeQuedoEnCasa.
Durante estos meses nuestro hogar se ha convertido en nuestro refugio, un espacio protegido donde nos sentimos seguros. Básicamente, nos tenemos que enfrentar al miedo de salir de nuestra nueva y reducida zona de confort. Además, el protocolo de no contacto nos impide ser nosotros mismos, lo que retroalimenta nuestra ansiedad.
En las calles nos espera un enemigo invisible al que solo nos podemos enfrentar con mascarillas, guantes, alcohol y lejía. Tener miedo en sí no es malo. El miedo forma parte de nuestro instinto de supervivencia y nos protege. Pero cuando nos incapacita para desarrollar nuestra vida en condiciones normales se convierte en un problema.
¿Qué podemos hacer en esos casos?
El temor de cada uno depende de lo que haya vivido, por lo que no existe un remedio único milagroso. Lo primero para anular un miedo es reconocerlo. Asimismo, los expertos recomiendan empezar a salir poco a poco para realizar recados sencillos, aferrarnos a las medidas que nos den más seguridad y asimilar un protocolo de higiene al volver a casa (quitarnos los zapatos antes de entrar, lavarnos las manos, meter la ropa en la lavadora...). Es importarte marcarnos nuestros ritmos y afrontar la vuelta a la normalidad de manera progresiva.
Además, la sobreexposición informativa tampoco ayuda. Hay que evitar buscar información constantemente y procurar hablar de otras cosas. El mundo ha seguido girando mientras estábamos encerrados y tenemos muchas cosas (diferentes) de las que hablar.
¿Existe el síndrome de la cabaña?
No, no existe el síndrome de la cabaña. Es uno más de los inventos de esta crisis, como los túneles desinfectantes de ozono. Es importante dejar esto claro y diferenciarlo de otros síndromes reales que requieren atención médica y tratamiento.
Hace tres meses se nos caía la casa encima y hubiéramos dado un brazo por salir unos minutos a la calle. ¿Entonces por qué algunos siguen en fase -3 a pesar de ya tenemos una relativa libertad? La pereza que nos da quitarnos el pijama y volver a arreglarnos, el horror ante la irresponsabilidad de la gente, el miedo a coger el virus, la desazón después de tantas tragedias... Los expertos (y los medios de comunicación) han hecho una bola con todo ello y nos han diagnosticado con el síndrome de la cabaña, un síndrome que ni siquiera existe.
Este nuevo intento de vendernos terapias milagrosas y consejos peregrinos no deja de ser una excusa. Nos dijeron que de todo esto íbamos a salir mejores personas, más solidarios y comprensivos, que la sociedad se transformaría en algo mejor y más sano. Pero aún no hemos llegado a la nueva normalidad y ya sabemos que esto es otra mentira más.
Ahora muchos se dan cuenta de que en casa no se está tan mal. De que todas esas cosas que no podían esperar al final esperaron. Ahora nos damos cuenta de que no queremos recuperar ciertas rutinas y el ritmo frenético de vida que dejamos aparcado en marzo, y encima sin esos abrazos y besos que lo hacían todo un poco más llevadero. Como Malfalda, muchos hemos gritado alguna vez: "¡Paren el mundo, que me quiero bajar!". Y de repente se paró. Ahora tenemos que volver a arrancar y recuperar todas esas cosas que hemos perdido en este parón. Pero tal vez algunas deberían quedarse en el olvido junto con el virus que nos ha traído por el camino de la amargura.