"Reconocer la vida en cada sorbo de aire, en cada taza de té, en cada muerte que causamos. Ese es el camino del guerrero". La película de 2003 El último samurái nos cuenta en clave filosófica con connotaciones poéticas el fin de la élite militar que gobernó en Japón durante cientos de años. Sin embargo, la etapa de la modernización forzada de Japón fue una época convulsa.
El comodoro estadounidense Matthew Calbraith Perry llegó a Japón en 1854 tras meses de negociación con el shogûn con sus naves negras llenas de maravillas de occidente. Entre todos los presentes, los japoneses sintieron fascinación por una pequeña locomotora de vapor. Pocos se imaginaron que se trataba de un regalo envenenado que lo cambiaría todo.
El ferrocarril fue uno de los detonantes que iniciaron los acontecimientos que culminaron en la Restauración Meiji. Por entonces, la élite educada se dio cuenta de que Japón era un país subdesarrollado como consecuencia del freno del avance tecnológico impuesto por el bakufu. Durante el periodo Edo el shogunato Tokugawa había impedido el progreso del país y el libre intercambio entre naciones a través de la política sakoku.
En 1868 comenzó la era Meiji, tras un proceso de modernización y occidentalización en el que el emperador recuperó su poder. En aquella época se abolieron los feudos y los samuráis habían perdido a sus señores. Además, en 1876 les fue suspendida su retribución y se estableció la prohibición de portar espada. La eliminación de sus privilegios y su estilo de vida derivó en levantamientos y protestas que culminaron con la desaparición de los samuráis.
El guerrero en el que se unen lo viejo y lo nuevo
La historia de El último samurái nos lleva a aquel año terrible que puso fin a la senda del samurái. El capitán Nathan Algren sobrevive agarrado a una botella de whisky, atormentado por los recuerdos de las atrocidades de la Guerra Civil y las campañas contra los indios. En un mundo en el que el interés personal ha sustituido al sacrificio y el sentido del honor ha desaparecido, su camino se acabará cruzando con el de Katsumoto, el último líder de un antiguo linaje de samuráis.
Como buen antihéroe occidental y desnortado, Nathan Algren atraviesa una metamorfosis a lo largo de la película que le lleva a encontrarse a sí mismo. Al mismo tiempo que aprende el idioma, asimila las costumbres y aprende a utilizar la katana, recupera su honor perdido y da con la paz interior en una aldea en mitad de las montañas sin mácula de progreso y modernidad.
El sendero de Katsumoto, sin embargo, será más complejo. Después de dedicar su vida a servir fielmente al emperador encarnando el espíritu de la milenaria cultura japonesa, ve como su vida y las costumbres samuráis desmoronan inevitablemente. Su figura representa los valores intrínsecos de la tradición, y debe ser eliminada en aras del progreso.
Sabe que no puede ganar, pero emprende una guerra personal con el fin de mantener impoluto su insobornable código de honor. A medio camino entre guerrero y filósofo, Katsumoto nos hace reflexionar acerca de la belleza de las pequeñas cosas, el valor de la tradición, el honor del guerrero y la importancia de entablar un diálogo con aquellos que no comprendernos para aprender mutuamente con un respeto casi religioso.
Perfectas... son todas perfectas
Con el fin de salvaguardar su honor y sus valores, Katsumoto se inmola en una batalla que refleja libremente la Rebelión Satsuma, encabezada por Saigô Takamori. Hay algo poético, feroz y caótico en esa escena en la que los samuráis, vestidos al estilo tradicional, se enfrentan a las fuerzas del gobierno Meiji. Corazas, espadas y lanzas se lucharon contra fusiles y ametralladoras, aniquilando a casi 20.000 guerreros en un desolador campo de batalla donde no existió la victoria.
Y tras la batalla, la calma. La katana de Katsumoto se convierte en el estímulo que hace reaccionar al emperador. Llorando la muerte de su fiel maestro y consejero, el joven gobernante encuentra el valor necesario para exigir un progreso respetuoso con las tradiciones de su país. Una modernización en la que se unen lo viejo y lo nuevo.
Cuando uno termina de ver El último samurái, algo le remueve por dentro. Estos últimos días nos hemos quejado mucho acerca de nuestra libertad perdida, de la difícil desescalada por fases a la que estamos a punto de enfrentarnos y de las injusticias causadas por el paso de un virus todavía imparable. Pero quizá —y solo quizá— es el momento dejar de mirarnos el ombligo y mirar las flores, pues son todas perfectas.